viernes, 4 de diciembre de 2009

Rutina de Escape

Me encuentro solo. Una soledad, una desprotección indescriptible. Vivo rodeado de seres invisibles que molestan a mi sombra bajo las luces de la calle.

La calle. Gran camino de asfalto en la que me tambaleo irrecuperado. Un camino que no veo esa luz al final que supuestamente lleva a "un lugar mejor". Sólo veo los faroles de los autos que vienen y pasan. A la velocidad reglamentearia, más lento, más rápido. Todas luces, pero ninguna oportunidad. Todas vienen, ninguna me lleva.
Esta tranquilidad me lastima, me hace sentir verdaderamente solo, con un frío en la nuca. Me eriza el pelo, me crespa la piel, me recorre la nuca nuevamente. No lo pude cortar ni aunque me ponga la capucha de mi campera transpirada.

Cuando resvala la casualidad, con un fondo de música en mi mente de Requiem de Mozart (revisar en mi playlist para una mejor ambientación), se aproxima mi transporte. En realidad, es de todos, pero para el motivo que lo voy a usar, es mío. Estaba lleno de almas apretadas en cuerpos de carne y hueso varados en una niebla de silencio. Me apretujé a ellos. El ruido de las ruedas, del motor, de la radio metropolitana, del silencio de palabras. Miradas que no son miradas, ojos sin utilidad, que están abiertos para no ver nada en particular y ariscos a la mirada de otro.
Todo el viaje sufrido por mi alma no fue nada comparado al frío de mi nuca. Me fijaba si me paralicé o si era un boludo que me conoce y no tiene otra forma de llamarme la atención que echarme las bacterias de su soplido como boludo que es. Igualmente, eché un vistazo y mas mar sin barcos, con neblina de silencio que cubría toda la costa con sus poblados que yo alcanzaba a abarcar con mi vista desde mi barca hundiéndose poco a poco. La fuerza que tuve que demostrar para superar la inercia del micro al frenar fue injustificada, pero llegué a salir de ese bodrio rodante.

Bajé, pero no me sentí bien. Caminé, pero seguí igual. Pensé en otras cosas, en las piedras de las veredas. Piedras que siempre veo, pero nunca recuerdo a ninguna en particular. Con los millares de veces que caminé podría decirme cual no pisar y con la memoria de millonésimas veces que transité por ahí me servirían de guías.

De ahí en más, desde que me bajo del micro comienzo mi rutina de escape. Me topo con mentes sin contacto visual, mi soledad es mi única compañera y mi cansancio provoca que aborte mi camino solitario de imágenes y figuras con algún sentido. Lo único verdaderamente rutinario que me provoca gritar, sufrir y llorar es ese frío en mi nuca. Frío más frío que el invierno, que un balde de hielo. El frío de la culpa.

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