lunes, 28 de febrero de 2011

Mi nombre. Clara. (Minicuentos Musicales)

Mi nombre.

Mi nombre puede variar numerosamente. No hay vez que eso no me beneficie. Poder tener una cara dura para tantas identidades me facilita la vida en muchas ocasiones. Algunas me salvan de la muerte. Otras veces –que resulta peor- de los retos o reclamos de una mujer. Pero grandes poderes, acarrean grandes responsabilidades me comentó el Lucho en aquél bar. ¿A qué voy? Pues, muchas veces, cuando necesito ser yo mismo, no sé quién soy. Han variado a tal exceso mis gustos y pareceres, que no parece que me gusta. No puedo definirme en una palabra que no sea la de los otros, como si mi abecedario no fuere universal, sino de ellos. Algo que ni yo mismo he podido integrar a mi voluntad de ser. La necesidad de retomar los colores de un atardecer es muy variada.

Mi nombre puede exceder de letras. Puede atravesar fronteras. Puede involucrarse independientemente de mi ser, y manejarse de boca en boca. Mi persona puede estar quieta, y mi nombre saltando de un oído a otro, de un papel hasta a un cartel. Una cartelera, un manuscrito o en un mismo boceto, mi ser dibujado no es mío sino la representación de lo que significa mi nombre. Incluso gente que ya vivió puede tener mi nombre, haciendo así que ni mi propio nombre sea de mi propiedad. ¿Qué es lo que realmente me diferencia de una vida pasada? ¿Qué diferencia que tenga un apellido a que tenga otro?

Buscame en la lista de invitados, no me vas a encontrar. Por eso en el ventanal es donde me vengo a escabullir. Paso desapercibido por un mozo, pues su nombre yace en una placa adherida al uniforme por un ganchito. Muevo las bandejas de un lado a otro, bandejas de plata tan grandes que parecen escudos de la misma edad que del palacio al que me encuentro ahora. Estas bandejas donde llevo el éxtasis de tu confusión prolongada, el alcohol. A veces en una vulgar botella, esta vez en copas de vidrio refinadamente talladas, el vino blanco combina con el oropel de la señora de las perlas. Un repasador vanamente tan blanco, que por más que me limpie la indecencia de mi rostro juvenil, se puede reflejar las manchas del mismo con tal ambiente tan blanco.

Me llaman aquí. No utilizan mi nombre de reemplazo. “Mozo” me dicen. El bigotudo con faja usada como corbata me pidió un Cabernet, ninguna cosecha en especial, esta noche se dedica a chupar. Todo lo contrario de quien quiere celebrar, que busca la excelencia de cada detalle para homenajear al hecho causante de tal festejo. Utilizan las lupas en vez de anteojos para asegurarse la perfección en aquella mesa. Una mosca, una miga, una mancha, un pelo, un hilo no correspondido en el mantel. Todo lo contrario a este señor. Este festeja su fracaso. A la falta de un alivio al alma, el consuelo es el corazón dolido. Consuelo. Lo que pocos tienen cuando fallan. Pocas veces se cansan las vidas, y pocas saben cómo cansarse. Pero aquellas fatigadas viven –si viven- como aquél señor con mostacho. No se preocupa por el corte, por la impresión después de la quinta copa que me pide, no se desconcierta si está arrugado su chaquet, simplemente viene a beber.

Muchas veces me siento así. Sobre el respaldo de la silla y llego a la conclusión que me siento como aquel señor. Tal vez no por el fracaso de un gran negocio, ni por la pérdida de una apuesta. Aunque, analógicamente hablando, se podría utilizar dichas frases. Como aquella vez que fui a un casamiento. Fue el primero y el último. Era de Clara.

Clara.

Clara era su forma de ser la mujer que me enterneció el corazón. Claramente se podría decir que era la única mujer que respondía a mi propio entendimiento de lo que es, propiamente dicho, una mujer.

Su delicadeza para hablar. Esa forma dulce de ver a mis ojos, y no ver simplemente, no mirar, sino descubrir un mundo más allá de mi propia persona. Encontrar un mapa no trazado donde marca los límites de mi vida. Un punto fuera de la línea recta, un nervio que puede tocar tranquilamente y yo no lo siento. Esa penetración que no se encuentra ni en el más potente de los taladros, ni en los más afilados cuchillos, ni en la flecha más puntiaguda. Una mirada que duele más que el rejunte de todos esos utensilios cuando deja de mirar. Si el sol te puede quemar la piel cuando te expones mucho hacia él, estos ojos pueden hacer que te quemes por dentro y no sufras. Y te incineres enteramente cuando dejan de verte.

Dos ojos que tienen la capacidad de decirme todo, que ni la más destacada lengua pueda comentar. Esos ojos me miran y me dejan mudo. Dos pupilas que lentamente van descosiéndome por dentro, soltando cada nudo que me ata a una realidad que no quiero vivir, que solo no quiero vivir. ¿Cuántas veces sentiré esto? ¿Cuántas? Esos mismos ojos, casi llorando, me dijeron que no me van a ver más. Se iba.

Nunca se fue. Esos dos ojos quedaron en mí, como si de ser posible los hubiese arrancado y trasplantado entre mis pulmones y mi corazón. Cuando en realidad me arrancaron mi alma de mi yo y se fueron con ellos. Mi propia luz soy yo, pero quien podía encenderme eran esos dos universos donde la vida se podía dar. Esos dos ojos se cerraron para mí.

Hablando seriamente se podría anteponer dicha relación como un negocio. Buscaba el beneficio de mi empresa ayudando a esta pequeña y delicada corporación a crecer. Nuestra materia prima era el amor, nuestro medio era el deseo, nuestro crédito era el futuro incierto al cual queríamos escribir. Apostando a la posibilidad de que cayeran mis acciones, mi vida le aposté, pero no fui yo quien jugó.

La vi en la iglesia. A mitad del pasillo. No me miraron cuando pasó, sino que bajaron. Gritaban: “esto es lo mejor, confórmate”. Si mis ojos hubiesen gritado hubieran dicho “Por favor”. Eso es lo curioso. La voz de los ojos es la mirada del otro.

La marcha nupcial nunca me sonó tan parecida a la marcha fúnebre. Ella iba al altar, yo iba a la horca. Sus manos tomaban el ramo de flores, yo tomaba mis dedos transpirados por tener mis muñecas amarradas. Ella lo hacía esperar a él, yo a mi verdugo. Tenía un cura. Yo no tenía cura que me contrarrestara el dolor en mi pecho. Esta angustia del próximo fin. Nunca estando vivo me sentí tan perdido. Nunca estuve perdido en una vida sintiéndome tan muerto, o a morir. Subió sus escalones, recibe las plegarias, yo no dejo de pedirlas. Acepto. Acepté. Desganado. Acepté. Mi interior era de vidrio. Un espejo lo rompió. Mil cristales perdidos en la nada, reflejados en el espejo se multiplicaba la miseria.

Esos ojos no me hablaron más de la misma manera. Un idioma que yo desconocía. Pero los ojos me conocían. Eran los únicos que sabían quién era.

El señor bigotudo me pidió otra vez un vaso de Cabernet, pues es el quinto que tomo bajo su cuenta.

1 comentario:

  1. Hago mi aporte con este ladrillito de color verde (uno de mis colores favoritos)
    Me gustó. No te deja todo en claro y siempre aprecié las obras que volvían hacia sí mismas.
    Todo un gusto pasarme por aquí :)

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Lo que uno opina conforma a la creación de un castillo de ladrillitos LEGO cada vez más grande que si lo armara yo solo. Gracias por sumar tu ladrillito de color rojo, verde, azul, tú dime :)